miércoles, 25 de julio de 2012

Eduardo Torres-Dulce se muestra partidario de que el Ministerio Fiscal asuma la fase de instrucción

El Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce, se ha referido al papel del Ministerio Fiscal en la reforma del Código Penal durante el curso de verano “Nuevos retos del proceso penal”, organizado por la UNED en el Centro Asociado de A Coruña. Un papel, el del Ministerio Público, que resulta tan estratégico que “cualquier esfuerzo dirigido a la reforma de éste ha de abordar la reubicación del Fiscal y la determinación de su grado de protagonismo en la dirección de la investigación”.


Quiso el Fiscal General preguntarse si la tan denostada longevidad de una norma como la Ley de Enjuiciamiento Criminal es indicativa de obsolescencia o por el contrario revela ciertas virtudes a las que no debemos renunciar en futuras reformas. Disyuntiva respondida por Torres-Dulce en el sentido de que “una norma con vocación codificadora como es la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se regulan los ritos que conforman el itinerario del proceso criminal, debe constituir por ello un marco estable”.
Sin querer entrar de lleno en una defensa del inmovilismo, sí quiso dejar claro el Fiscal General que “la sustitución en bloque de las normas definitorias de nuestro sistema jurídico, entre las que se encuentran indudablemente las normas que integran la ordenanza procesal de cada uno de los órdenes jurisdiccionales, particularmente si lo que se pretende es implantar un nuevo sistema de enjuiciamiento, no debe efectuarse sin un reposado estudio de las necesidades que debe abordar, de los objetivos propuestos y de los medios personales y materiales disponibles para llevar a buen término la transición normativa; estimo por ello que la precipitación no es buena consejera”.

Tras señalar que el modelo instaurado por la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal ha sido caracterizado como sistema acusatorio formal, o mixto, por encomendar la instrucción de las causas a un tipo de autoridad judicial, el juez de instrucción, que tiene encomendada la dirección de la investigación penal juntamente con la competencia para adoptar medidas restrictivas de los derechos del investigado, tanto cautelares como de sentido investigativo, y resoluciones interlocutorias que permiten el progreso de la causa penal, el Fiscal quiso dejar claro que, en términos generales, la doctrina instauró un principio acusatorio avanzado, al dividir el proceso en instrucción y juicio oral, conferir competencia a órganos jurisdiccionales distintos para cada una de dichas fases, consagrar la acusación particular y privada, fortalecer el derecho de defensa dentro de la instrucción, vincular el nacimiento de la imputación al auto de procesamiento y consagrar el derecho del acusado a ser juzgado en un juicio oral y público.

Con el paso del tiempo la doctrina se ha ido mostrando más crítica con el modelo napoleónico de juez de instrucción en el que se inspira nuestra ordenanza procesal, y ha sido objeto de no pocas objeciones. Que no es completamente respetuoso con las garantías del derecho de defensa, que la atribución de la investigación al imputado perturba la natural función jurisdiccional, basada en la equidistancia y la imparcialidad, y que, en definitiva, se compromete la pureza de la función judicial al involucrarla en la actividad material de la investigación. Dudas que dejan entrever la necesidad de seguir el modelo anglosajón, con la ‘administrativización’ de la fase investigativa y la reducción de la acción judicial al estricto ámbito del control de las garantías. 

A partir de aquí, el Fiscal General centró su exposición en evaluar las dos grandes objeciones que revisten particular solidez: la primera, que el proceso es lento, lo que constituye una evidencia sociológica y estadística, aunque de orden contingente; la segunda, estructural, que las garantías se debilitan cuando el órgano público que tiene encomendada la investigación y esclarecimiento del delito es al mismo tiempo quien decide la adopción de medidas limitativas de los derechos fundamentales del sospechoso, y quien valorando la suficiencia del material probatorio obtenido en su propia indagación, resuelve la remisión de la causa a enjuiciamiento.

El primer reparo es importante, pero no constituye síntoma de un error estructural del sistema, pues se puede procurar su subsanación mediante una depuración de trámites procedimentales, principalmente en la fase de instrucción, o la importación de modelos de justicia simplificada vigentes en el derecho comparado, como el monitorio penal. En nuestro país la implantación del procedimiento para enjuiciamiento rápido de determinados delitos mediante la Ley 38/2002, de 24 de octubre, constituye un antecedente reseñable.

El segundo reparo es el más grave, pues apela a la naturaleza humana, tan limitada y previsible en algunos aspectos, en cuanto nos advierte del riesgo de prepotencia del juez de instrucción, ser humano al fin y al cabo, sometido a la continua tensión entre la búsqueda de la verdad y el mantenimiento de la ecuanimidad.

Por todo ello, la supresión en nuestro ordenamiento jurídico de la figura del juez de instrucción, estima Torres-Dulce, nos conduciría a una inmediata homologación con países de nuestro entorno jurídico, en los que se ha optado por atribuir la instrucción al Ministerio Público, pienso obviamente en los casos paradigmáticos de Alemania, Italia o Portugal, por centrarnos en los modelos más citados por los autores y que resultan más representativos del sistema imperante en el ámbito de nuestro continente; ahora bien, la mera cesión de la dirección de la investigación penal al Ministerio Público no es un remedio universal e infalible para los defectos de nuestra justicia penal; su implantación no va a determinar por sí sola la aceleración del proceso, o el reforzamiento de los derechos de las partes, todo depende del talento del reformador.

Fuente: Fiscal.es

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