El Fiscal General
del Estado, Eduardo Torres-Dulce, se ha referido al papel del Ministerio Fiscal
en la reforma del Código Penal durante el curso de verano “Nuevos retos del
proceso penal”, organizado por la UNED en el Centro Asociado de A Coruña. Un
papel, el del Ministerio Público, que resulta tan estratégico que “cualquier
esfuerzo dirigido a la reforma de éste ha de abordar la reubicación del Fiscal
y la determinación de su grado de protagonismo en la dirección de la
investigación”.
Quiso el Fiscal
General preguntarse si la tan denostada longevidad de una norma como la Ley de
Enjuiciamiento Criminal es indicativa de obsolescencia o por el contrario
revela ciertas virtudes a las que no debemos renunciar en futuras reformas.
Disyuntiva respondida por Torres-Dulce en el sentido de que “una norma con
vocación codificadora como es la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se
regulan los ritos que conforman el itinerario del proceso criminal, debe
constituir por ello un marco estable”.
Sin querer entrar
de lleno en una defensa del inmovilismo, sí quiso dejar claro el Fiscal General
que “la sustitución en bloque de las normas definitorias de nuestro sistema
jurídico, entre las que se encuentran indudablemente las normas que integran la
ordenanza procesal de cada uno de los órdenes jurisdiccionales, particularmente
si lo que se pretende es implantar un nuevo sistema de enjuiciamiento, no debe
efectuarse sin un reposado estudio de las necesidades que debe abordar, de los
objetivos propuestos y de los medios personales y materiales disponibles para
llevar a buen término la transición normativa; estimo por ello que la
precipitación no es buena consejera”.
Tras señalar que
el modelo instaurado por la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal ha sido
caracterizado como sistema acusatorio formal, o mixto, por encomendar la
instrucción de las causas a un tipo de autoridad judicial, el juez de
instrucción, que tiene encomendada la dirección de la investigación penal
juntamente con la competencia para adoptar medidas restrictivas de los derechos
del investigado, tanto cautelares como de sentido investigativo, y resoluciones
interlocutorias que permiten el progreso de la causa penal, el Fiscal quiso
dejar claro que, en términos generales, la doctrina instauró un principio
acusatorio avanzado, al dividir el proceso en instrucción y juicio oral,
conferir competencia a órganos jurisdiccionales distintos para cada una de
dichas fases, consagrar la acusación particular y privada, fortalecer el
derecho de defensa dentro de la instrucción, vincular el nacimiento de la
imputación al auto de procesamiento y consagrar el derecho del acusado a ser
juzgado en un juicio oral y público.
Con el paso del
tiempo la doctrina se ha ido mostrando más crítica con el modelo napoleónico de
juez de instrucción en el que se inspira nuestra ordenanza procesal, y ha sido
objeto de no pocas objeciones. Que no es completamente respetuoso con las
garantías del derecho de defensa, que la atribución de la investigación al
imputado perturba la natural función jurisdiccional, basada en la equidistancia
y la imparcialidad, y que, en definitiva, se compromete la pureza de la función
judicial al involucrarla en la actividad material de la investigación. Dudas
que dejan entrever la necesidad de seguir el modelo anglosajón, con la
‘administrativización’ de la fase investigativa y la reducción de la acción
judicial al estricto ámbito del control de las garantías.
A partir de aquí,
el Fiscal General centró su exposición en evaluar las dos grandes objeciones
que revisten particular solidez: la primera, que el proceso es lento, lo que
constituye una evidencia sociológica y estadística, aunque de orden contingente;
la segunda, estructural, que las garantías se debilitan cuando el órgano
público que tiene encomendada la investigación y esclarecimiento del delito es
al mismo tiempo quien decide la adopción de medidas limitativas de los derechos
fundamentales del sospechoso, y quien valorando la suficiencia del material
probatorio obtenido en su propia indagación, resuelve la remisión de la causa a
enjuiciamiento.
El primer reparo
es importante, pero no constituye síntoma de un error estructural del sistema,
pues se puede procurar su subsanación mediante una depuración de trámites
procedimentales, principalmente en la fase de instrucción, o la importación de
modelos de justicia simplificada vigentes en el derecho comparado, como el
monitorio penal. En nuestro país la implantación del procedimiento para
enjuiciamiento rápido de determinados delitos mediante la Ley 38/2002, de 24 de
octubre, constituye un antecedente reseñable.
El segundo reparo
es el más grave, pues apela a la naturaleza humana, tan limitada y previsible
en algunos aspectos, en cuanto nos advierte del riesgo de prepotencia del juez
de instrucción, ser humano al fin y al cabo, sometido a la continua tensión
entre la búsqueda de la verdad y el mantenimiento de la ecuanimidad.
Por todo ello, la
supresión en nuestro ordenamiento jurídico de la figura del juez de
instrucción, estima Torres-Dulce, nos conduciría a una inmediata homologación
con países de nuestro entorno jurídico, en los que se ha optado por atribuir la
instrucción al Ministerio Público, pienso obviamente en los casos
paradigmáticos de Alemania, Italia o Portugal, por centrarnos en los modelos
más citados por los autores y que resultan más representativos del sistema
imperante en el ámbito de nuestro continente; ahora bien, la mera cesión
de la dirección de la investigación penal al Ministerio Público no es un
remedio universal e infalible para los defectos de nuestra justicia penal; su
implantación no va a determinar por sí sola la aceleración del proceso, o el
reforzamiento de los derechos de las partes, todo depende del talento del
reformador.
Fuente: Fiscal.es
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